Durante la infancia, todo es más
simple. Por eso, en mis primeras lecturas, no usaba marcapáginas ¿existían
siquiera? En una época en que conseguir leche, arroz, azúcar o “productos de
primera necesidad”, por usar la ordinaria expresión periodística, era algo
complicado, dudo que nadie haya tenido entre sus prioridades la adquisición de
libros, menos de marcadores.
Confiaba en mi memoria, casi
vacía de recuerdos y limpia de preocupaciones, para regresar a la parte en que
se había detenido la acción. Muchas veces me equivocaba y terminaba releyendo
algo que mis ojos ya habían visitado la noche anterior, pero no me importaba.
No tenía apuro por terminar el libro de turno, en esos tiempos no existían
planes lectores, conteos de goodreads, ni plazos. Uno leía con la alegría e
ingenuidad de cualquier otro juego. Con esa misma ingenuidad, prefiero pensar
que tampoco existían marcapáginas.
Fue a finales de la secundaria, o
tal vez en la universidad, en que plantaba, cual bandera de explorador, cualquier
cosa como señalador a mitad de un libro como diciendo que lo que estaba detrás
ya había sido conquistado y lo que viene después es territorio salvaje y desconocido,
en la que pronto mi mirada pasaría su estampa civilizadora.
Tan egregios propósitos eran cumplidos
con modestos medios (lo usual era un boleto de bus). Pero ya me había
contagiado con el hábito de controlar el proceso de mi propio placer. Como
contraparte, perdí por completo la costumbre de releer: si no estaba dispuesto
a leer dos veces la misma página, menos aún el mismo libro. En la adolescencia
y juventud surge esta obsesión con la novedad, con probar cosas nuevas, sean
lugares o drogas. No hay tiempo que perder. Todo va rápido y los libros hay que
acabarlos ya, porque siempre hay un nuevo autor a descubrir o porque te lo pide
la biblio.
Cuando tuve mi primer trabajo
decente me aventuré a una de las ferias de libros y, la adquisición de, creo, la
autobiografía de Borges vino con un separador de regalo. Durante la facultad,
se sumergió en Capote, Joyce, Dos Passos, Graham Greene, Steinbeck y todos los
escritores anglosajones que descubrí en esos años además, claro, de los
nacionales y cualquiera que llegara a mis manos, de Kundera a Musil, de Bolaño
y Dostoyevski. Se casi volvió parte de mi aspecto cotidiano y lo tenía siempre
entre los dedos mientras lo leía, mucho más económico y saludable que los predecibles
cigarros. Luego de una extensa sesión de lectura, clavar la bandera en un nuevo
hito y exhalar un suspiro con la satisfacción de la tarea cumplida era también
parte del placer literario “después de”. Aunque tuve y tengo muchos marcapáginas,
ese aún lo conservo y a veces sale de su retiro para recordar que se siente
echarse en un mullido campo de papel. Es, tal vez, el trozo de cartulina más
culto que he conocido.
Trabajé en una imprenta en mi último año de carrera. Lo reducido de mi sueldo combinaba bien con la modestia de mi ropa, costumbres y de mi único señalador ¿para qué necesitar más? No era de leer dos o más libros a la vez. En la imprenta veía como elaboraban los marcadores: era básicamente lo que sobraba del foldcote de la carátula luego de pasar por la guillotina y, para no desperdiciar material se convertía en separador (es fácil darse cuenta en algunos libros de Estruendomudo). Con ello, le perdí a estos accesorios el poco respeto que les tenía.
En las ferias del libro regalábamos por la compra un par de señaladores y no faltaba el candor del cliente que se alegraba por tan común obsequio. Una vez, metí como veinte marcapáginas a la bolsa de una compradora que me miró, ya no con gratitud, sino con sorpresa y hasta algo de indignación: le estaba mostrando que esos objetos eran tan inútiles como una tarjeta de presentación y tan absurda como coleccionar granos de arena.
A pesar de eso, y en franco signo de contradicción conmigo mismo, no desechaba los múltiples marcapáginas que fui juntando con el tiempo. Eran como recuerdos que me daba pena botar y ocupaban tan poco espacio que fueron acumulándose en un cajón con entradas a conciertos, boletos de cine, cards, y cosas así. Fueron aumentando y extendiéndose a nuevas latitudes: separadores de Argentina, Colombia, México, Cuba, Costa Rica, España, no solo de librerías y editoriales, también de universidades, museos, bibliotecas, institutos, ONGs y hasta bancos y marcas de vino, en español, inglés e italiano.
Supongo que, exceptuando los
regalados, por familia y amigos, iré eliminando el resto: ya tengo muchas lecturas
pendientes, no necesito marcadores vírgenes que nunca han reposado su frágil
cuerpo sobre las blancas y cálidas páginas de un buen libro. No quiero esos
pendientes en mi conciencia.