Este año, quizás por cuestiones de trabajo, he leído más libros de "no-ficción" que en otras oportunidades. Antes ya había invertido mi tiempo en libros sobre el conflicto armado interno: desde increíbles reportajes como Muerte en el Pentagonito de Ricardo Uceda hasta penosos textos como La cuarta espada de Santiago Roncagliolo, pasando por obras intermedias como En el reino del espanto de Alvaro Vargas Llosa u Ojo por ojo de Umberto Jara.
Pero en estos últimos tiempos, quizás por el contexto político, han surgido nuevas publicaciones como La hora final de Carlos Paredes o Hablan los enemigos de Antonio Zapata y se han reeditado o difundido más otros como Memorias de un soldado desconocido de Lurgio Gavilán o Los rendidos de José Carlos Agüero e incluso cómics como Rupay y Barbarie. Aunque de todos, el que me ha impactado más es, sin duda, Sendero de Gustavo Gorriti.
Si hay una "saga" que debió continuarse pero quedó estancada es esta. El plan original de Gorriti era hacer un primer tomo sobre la prehistoria de Sendero, antes que inicien la lucha armada, un segundo tomo sobre los primeros años, que es el que finalmente salió a la luz, y un tercero del avance sobre Lima.
A pesar que el libro solo relata lo ocurrido entre 1980-1982 es interesantísimo y muy bien escrito al explicar detalladamente porque no se actuó con rapidez frente a la amenaza terrorista. En los inicios de esa década, se pensaba más en las elecciones presidenciales de 1980 y los medios cubrían con expectativa los primeros comicios en doce años. El optimismo de la vuelta a la democracia e incluso el éxito militar frente a los ecuatorianos en el "Falso Paquisha" (1981) parecía demostrar que no había porque temer a un grupo de fanáticos desconocidos, que incluso nadie creía que eran peruanos por lo absurdo de sus acciones. Belaúnde no podía concebir que compatriotas destruyeran torres de alta tensión e infraestructura que costaba mucho mantener y un congresista incluso aseguró que Sendero era un grupo de guerrilleros foráneos que venían "de un portaaviones anclado en el Caribe" (p. 250).
Debe tomarse en cuenta que, durante el primer año, sólo hubo un muerto en Ayacucho y la mayoría de atentados -quema de actas, perros colgados, apagones, pintas, robos- no solo no eran fatales, sino que no parecían indicar la sanguinaria violencia que vendría después. Un dato interesante, y que rompe un mito arraigado, es que entre mayo de 1980 y mayo de 1981 hubieron casi tantos atentados en Ayacucho (83) como en Lima (81) (p. 170). Uno de esos atentados fue el incendio a la Municipalidad de San Martín de Porres. Pero como sucedió "en el cono" sumado a los factores ya mencionados no causó mucha preocupación. Para recordar que no todo es Tarata.
Pero todo cambió el 17 de octubre de 1981, con el atentado en El Tambo, en el cual, entre otros muertos, los senderistas le metieron 6 balazos a un bebé de un año. Ahí es cuando se declara estado de emergencia en varias provincias ayacuchanas y, otro dato olvidado, el resto del año no hubo un solo atentado más, gracias a la correcta intervención de la policía lo que se logró casi sin abusos contra la población civil (muchos años después sería nuevamente la policía la que demostraría, a diferencia de las fuerzas armadas, que se podía combatir al terrorismo y derrotarlo sin torturas ni matanzas).
Todo acabaría al año siguiente, cuando Belaúnde cometería el error fatal de no renovar el estado de emergencia y, ya con el campo libre, Sendero regresaría y más fuerte todavía e incluso liberaría a una gran cantidad de presos capturados anteriormente. La falta de apoyo y la desmoralización de los efectivos iniciaría una escalada de violencia por ambos lados, con los sinchis, golpeando y aplicando "submarinos" a cualquier sospechoso detenido. Es increíble como se justificaban diciendo que eso "no era tortura" y que ellos "no hacían nada malo" porque no había ningún muerto. Al año siguiente, cuando llegó el Ejército, los habría.
El libro tiene mucho de crónica periodística y uno se siente por momentos en el lugar de los hechos:
"Tomamos un taxi en la plaza de armas, un viejo Ford que nos condujo cerro arriba a una de las barriadas que rodean Ayacucho. Después de un ascenso penoso para el motor venerable, subiendo a través de calles solitarias y sin iluminación, donde las luces de los faros del auto parecían perforar un túnel precario y cambiante en la oscuridad masiva, llegamos a un pequeño altiplano, donde el vehículo se detuvo (...) El silencio, ahora que el ruido, como de alegría embargada del motor en bajada se alejaba, era más profundo y claro. Apenas se sentían los sonidos inciertos e inseguros de nuestros pasos sobre las piedras pequeñas, el eventual cascajo. A nuestra izquierda, muy abajo, las luces del centro de Ayacucho aparecían distantes y deseables" (p. 261-262).
Pero en medio del dolor, hay muchos momentos en que se nos transmite la insanía, lo absurdo y hasta lo risible de lo que pasaba: un atentado en que Sendero no tuvo mejor idea que ultimar cientos de aves de corral, dejando todo un camino cubierto de plumas; el increíble pronunciamiento desde París de Julio Cortázar a favor de un senderista (p. 285) y un parte oficial que no tiene pierde:
"(...) policías Sinchis en estado de embriaguez jugaron al desafío de la ruleta a la rusa (sic) muriendo uno de ellos (...) un policía de la Guardia Civil embriagado (...) ha sido abaleado por miembros de la Policía de Investigaciones también embriagados (...) se proceda a la inmediata clausura de todas las discotecas de la Ciudad para evitar el plan operación-sexo-terrorista, ya que a dichos lugares cuentan muchos miembros (?) policiales (sic)".
Definitivamente en esa época no se entendía al terrorismo. Y ahora, si no leemos libros como este, quizás tampoco.